jueves, 11 de marzo de 2010
Montse Nebrera: Reconocer la Pequeñez y Denunciar la Soberbia
Alta política, bajas pasiones
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Metida ya en la harina de la política, y aunque me cueste todavía reconocerme en el papel, debo admitir que me cuesta mostrarme tan beligerante con los que la practican como lo era antes. No por autocomplacencia, sino por mayor conocimiento de algunos de los límites que, como toda acción, se concitan en ésta. Empiezo, por ejemplo, a observar desde otro prisma las punzantes diatribas lanzadas desde atalayas cómodas y carentes de riesgo cierto. Y aunque afirmo que me parecería correcto exigir de los políticos la responsabilidad en que incurre cualquier otro artesano cuando yerra grandemente en sus cometidos, o cuando usa de lo público en beneficio propio, no pienso que pueda hacerlo a su antojo y con legitimidad quien no se juega en ello algo muy distinto que lo que puede perder un hacedor de leyes: aquél, oyentes, espectadores o lectores; este de aquí, votantes, es decir, e-lectores. ¿Dónde está el límite para opinar o para intentar condicionar la opinión pública? Es el mismo para unos y otros, periodistas y políticos, y yo lo visualizo como ese lodo que los va arrastrando por igual, nada que ver con la verdad o el deber, nada parecido a la grandeza de miras, sino con la inquina personal, en el mejor de los casos, y con la emulación de Dios, en el peor de ellos. No arrastra a todos por igual, ni a los que arrastra lo hace con la misma fuerza devastadora, pero lo cierto es que bajas pasiones suelen mover la alta política.
Y la llamo “alta política” por referirme de algún modo a lo que se suscita en torno a una contienda electoral, al modo de pretender captar el voto, a la vorágine de los pactos “post”, cuando nadie ha resultado sobradamente respaldado. Es evidente que esa alta política pasa por horas bajas, las más bajas sin duda desde la transición, y la esperanza de que el declive se detenga tampoco es muy robusta. Por todas partes se respira la convicción de que el modo de gobernar ha de rehabilitarse, pero no consiste la cosa sólo en exigir de otro, también habrá que dar, no queda más remedio. No es si no desde el compromiso de donde ha de partir la regeneración de todo: de los gobernantes, de los gobernados, y de quienes tienden sus puentes entre unos y otros. Y el compromiso no puede ser otro más que el trabajo responsable y leal con un proyecto. Lo que en una cierta medida es virtud, en la inferior o en la superior deviene vicio. Ni vagos, ni traidores, ni timoratos caben en tal programa, del mismo modo que tampoco hacen falta los adictos al trabajo sin vida personal, o los serviles sin conciencia, o los temerarios. Pero sobre todas las cosas, quizá más peligrosa que las otras tres juntas, no se necesitan en esa empresa dioses, y es finísima la línea que separa la confianza en uno mismo de la soberbia complaciente.
Hace tiempo que reconozco en la soberbia el peor pecado capital. No es un gran descubrimiento, pues la teología católica ya advierte del peligro humano de pretenderse dios, pero estamos en el tiempo presente tan surtidos en manifestaciones de esta forma de hundimiento moral que resulta muy difícil sustraerse a la tentación de hablar de ello. Soberbio es quien cree que el poder se adquiere, se tiene o se conserva. Soberbio es quien pretende que determina causas que generan efectos. Y soberbio es quien, animado por oscuros intereses, se cree dueño de algún destino individual o colectivo. A veces ni la historia ejerce de juez imparcial en lo que a colocarle en el sitio que merece se refiere. Pero acaba pasando factura al conjunto, que degrada más y más su visión de las cosas, acomodando las conciencias a la mínima, y permitiendo olvidar que podemos llegar incluso a ser heroicos.
Llegará un día, más temprano que tarde, que hastiadas del discurso carroñero, de la maledicencia gratuita, de la voluntad “divina” de algunos seres terrenales, las personas de bien hagan aquello que mi madre explicaba en palabras de la calle, como diría Machado: “no hay mejor desprecio que no hacer aprecio”. Y resulta curioso hasta qué punto es sabio el ser anónimo ciudadano: se abstiene de votar, se abstiene de leer, se abstiene de escuchar. Una gran mayoría se está absteniendo ya, pero yo me dirijo a los que ahora me leen: no sigan recorriendo los caminos de fango de la mano de algunos que salvadores de la patria y del alma. Escuchen su corazón y piensen, como sor Juana Inés, quién tendrá mayor culpa: la que peca por la paga o el que paga por pecar.
Ah! Y por supuesto que además de esas pasiones tan bajas con las que la política pierde altura, ésta puede ser de bajos vuelos, raquítica, ignorante o castradora. Pero aunque tiene razón quien afirma que con buena intención se pueden cometer grandes errores, la salvación del alma y el cumplimiento del destino podrán darse a la vez, pues no habrá pasado la acción por el peor de los pecados capitales.
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