domingo, 16 de mayo de 2010
“A lo que más temo es a tener la razón”.
Escrito por Carmelo Urso, publicado en http://carmelourso.wordpress.com
Hace algún tiempo, mi compadre David Aponte escribió un curioso aforismo: “A lo que más temo es a tener la razón”. A mi parecer, su frase entraña grandes verdades; aventuro, con su permiso, algunas interpretaciones en las líneas que siguen.
En aritmética, una de las definiciones que se le da a “razón” es al “cociente de dos cantidades”. Si divido 8 entre 4, la “razón” será obviamente 2. La “razón” es entonces el producto de una división.
Así las cosas, concuerdo con mi hermano del Alma: temo a esa “razón” gestada al calor de las divisiones; cada vez parece menos sensato ver a agrios bandos disputarse el poder en la ciudad, en el país, en el planeta: cada uno razona que sus razones son las más razonables; pero ese afán por prevalecer sobre el prójimo, por transformar al semejante en enemigo, por establecer un neurótico sentido de superioridad sobre los demás, no es monopolio de políticos: en condominios, familias y parejas reproducimos ese amargo cuadro de separaciones; ¿quién tiene la razón?: ¿el esposo, la esposa?, ¿los padres, los hijos?, ¿el presidente de la junta de co-propietarios o el tesorero?, ¿el primer ministro, la oposición?, ¿el país invasor o el invadido?, ¿Boca o River? ¿Chivas o América?¿Caracas o Magallanes?
Sea que hablemos de geopolítica, farándula o espiritualidad, cuando la “razón” se convierte en sinónimo de división, es altamente peligrosa: deriva en fatiga del Alma, cáncer emocional, tristeza, miedo, desamor, guerra.
Querer tener la razón cuando no hemos entrado en razón
“Tener la razón” es una de nuestras adicciones favoritas. Frecuentemente, queremos “estar en lo cierto” en oposición a un prójimo que “está equivocado”. Con tal actitud, originamos toda suerte de conflagraciones, desde ácidas disputas domésticas, hasta cruentas guerras mundiales. No importa el tamaño del conflicto: lo básico es que querer “tener la razón” a cualquier precio, causa división, discordia, infelicidad y –a menudo- sinrazón.
Hay una fuerte carga neurótica cada vez que decimos la frase “tengo la razón” en medio de una disputa: en primer lugar, “tener la razón” se percibe como un trofeo que nos hace sentir superiores a nuestro interlocutor; luego, a fin de alcanzar ese lauro, somos capaces de ingeniar los más retorcidos argumentos; esos argumentos no suelen rebosar de Verdad (de hecho, muchas veces no son más que mentiras -o medias verdades maquilladas-), pero los usamos sin remordimiento con tal de dar la impresión de que “estamos en lo cierto”; cuando establecemos que el otro está equivocado, la cosecha siempre es amarga: alguien se descubre derrotado, “inferior” a su prójimo.
Sentirse superior o inferior a sus semejantes es una característica propia del ego –la porción no iluminada de nuestra mente que se cree separada de ese Uno al que llamamos Dios. El ego necesita siempre sentirse “especial” –es decir, mayor o menor a sus compañeros de Vida, por encima o por debajo del resto de los seres que habitan el Universo.
Cuando la porción iluminada de nuestra mente comienza a percibir la Unidad básica del Todo, ese Padre-Madre absolutamente amoroso en el que nos sosegamos e igualamos, el ego ve peligrar su existencia, porque él mismo es el producto de una división.
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